(Madrid, 1760-París, 1828). Hijo del también literato Nicolás Fernández de Moratín, tuvo una formación autodidacta, aunque en contacto con los autores que, junto su padre, formaban la élite intelectual y literaria del Madrid de Carlos III. Trabajó como empleado en un obrador de joyería, actividad que compaginó con sus primeras obras literarias. En 1787, gracias a su amistad con Jovellanos, viajó por Francia como secretario de Francisco Cabarrús -político y economista de ideas avanzadas-. Tras regresar a España, sus constantes peticiones de ayuda económica consiguieron del ministro Floridablanca un modesto beneficio y se ordenó de primera tonsura. Más tarde, y gracias a la protección del «favorito» Manuel Godoy, obtuvo otras rentas eclesiásticas. Todo ello sin una vinculación real con la Iglesia, y como resultado de su insistente actividad como «suplicante». La protección de Godoy, que le permitió abandonar su antiguo oficio, se completó con la licencia para representar El viejo y la niña (1790) -un año antes había publicado su sátira en prosa La derrota de los pedantes- y una pensión para viajar por Europa entre 1792 y 1796. Frutos de estos viajes son sus sugestivos cuadernos de viaje, donde sus impresiones y comentario ponen de manifiesto unas grandes dotes de observación. Su prolongada estancia en las cortes europeas le facilitó, asimismo, el contacto con la vida teatral de Inglaterra, Francia e Italia, lo cual será fundamental par acabar de perfilar su formación como dramaturgo, ya puesta de manifiesto en la citada obra y en La comedia nueva (1792), feroz sátira del teatro mayoritario de su época y manifiesto del grupo de los reformistas. En 1796 es nombrado Secretario de la Interpretación de Lenguas, lo que le permite iniciar una etapa de prosperidad, simultánea con sus momentos de mayor creatividad teatral, que culminarán en 1806 con el estreno de El sí de las niñas. En 1799 había sido nombrado director de la Junta de Dirección y Reforma de los Teatros, constituida de acuerdo con las repetidas solicitudes del propio Moratín y de otros autores neoclásicos. Esta oportunidad de realizar una tarea reformista coherente con lo expresado en sus memoriales, cartas y, sobre todo, en La comedia nueva o el café (1792), fracasó, y su participación fue efímera.
En 1803 estrenó El barón y, al año siguiente, La mojigata, que tuvieron una aceptable acogida. Su gran éxito vendría en 1806 con El sí de las niñas, comedia que culmina su corta producción dramática original. Anteriormente había traducido a Shakespeare -Hamlet (1798)- y adaptado a la escena española La escuela de los maridos y El médico a palos, de Molière, con quien tantas veces se le ha comparado y a quien él consideraba como maestro, junto a Goldoni. La invasión napoleónica marca el inicio de una nueva etapa biográfica. Colaboró con las tropas invasores y en 1812 huyó de Madrid, donde ocupaba el cargo de bibliotecario mayor de la Biblioteca Real. Se trasladó a Valencia y de allí a Barcelona hasta finalizar la guerra. A pesar de que no se le condenara, sus temores le impulsaron a abandonar España en 1817. Residió después en Montpellier, París y Bolonia, junto a grupos de españoles exiliados. La restauración de la Constitución en 1820 le permitió regresar a Barcelona, pero una epidemia le obligó a marcharse a Bayona, y desde entonces ya no volvió a España. Los últimos años los pasó en Burdeos y París. A pesar de sus problemas de salud, completó el manuscrito de Orígenes del teatro español -publicado póstumamente (1883), y de imprescindible consulta para el conocimiento de la historia del teatro en España-, y fue recogiendo y retocando los textos para la edición parisiense de sus Obras dramáticas y líricas (1825). Esta última edición es el testamento de Moratín, junto con un extenso epistolario que refleja la soledad y tristeza de los últimos años de un individuo abatido por las circunstancias adversas. Siempre deseó una vida acomodada, tranquila y ordenada para disfrutar, como soltero vocacional, de los placeres domésticos y dedicarse a su única gran pasión, el teatro. Como asiduo espectador, crítico, estudioso y autor, Moratín fue un hombre de teatro obligado a participar en unos ámbitos que le desbordaban y a los que temía. Sólo cuando las circunstancias económicas y políticas le fueron favorables, cuando dispuso de la ansiada tranquilidad y de la capacidad para llevar a la práctica su concepción del teatro, Moratín reo una corta pero rica obra dramática donde se reflejan bastantes de sus aspiraciones e ideas y, claro está, las de muchos otros autores neoclásicos vinculados con la Ilustración.
Moratín también cultivó con acierto la poesía lírica y fue uno de los más lúcidos reformadores del teatro, tarea que consideraba imprescindible para representar sus obras adecuadamente. Su afán reformista está ligado a su tarea como creador. Contribuye, como otros autores vinculados a la Ilustración, a crear un teatro capaz de servir de vehículo de expresión y propaganda para la misma. Pero el impulso básico que le lleva a esa actitud crítica es la necesidad que, como creador, tiene de transformar un panorama teatral cerrado a las innovaciones y características del neoclasicismo cultivado por él. Así, pues, la faceta creativa y la crítica se complementan en un autor que no sólo aportó un brillante modelo dramático -la comedia neoclásica-, sino que también reflexionó sobre el hecho teatral en unos términos vigentes durante bastantes décadas. La corta y coherente producción dramática de Moratín culmina en El sí de las niñas, donde expone el tradicional motivo del casamiento entre el viejo y la niña en unos términos ligados con las circunstancias sociales e ideológicas de su tiempo. La obra entusiasmó a un público interesado por la problemática y polémica libertad de los hijos para elegir cónyuge y que apreciaba la maestría de un autor capaz de llevar hasta el máximo de sus posibilidades a la comedia neoclásica, que seguiría ejerciendo su influencia a lo largo del siglo XIX. Su Diario y su Epistolario, de gran interés, fueron editados por R. Andioc en 1968 y 1973, respectivamente.
Hecho por Terry Crisóstomo